«VOCES PERDÍDAS»
Madrigal de la Vera 1950 Bilbao 1995.
Ese recóndito pueblecito ubicado en la ibera provincia de Cáceres fue testigo del nacimiento del poeta Domingo Guerra de la Flor. Un hombre lleno de ilusión y de sentimientos profundos e imperecederos por la magia de la palabra y la justicia, virtud que llevaría consigo hasta alcanzar el terreno sublime de la ensoñación donde solo la palabra queda.
Como si de un testigo se tratara, la palabra de Domingo Guerra de la Flor huele a tierra, a manos laboriosas y a libertad. Algunas personas no llegaron a sentirle cerca cuando aún su palabra vibraba buscando cobijo en la sosegada conciencia de nuestra sociedad.
Alegre, pero metódico en su quehacer literario, este gran humanista supo distinguir el buen camino de entre otros tantos y surgió desde la nada con la que se nace hasta la cima del patrimonio más codiciado por el hombre, aquel que solo la literatura es capaz de otorgar a quienes, como Domingo, sacrificaron su tiempo por y para los demás.
La distancia es el símbolo del recuerdo, nos lega en la contraportada de su libro “Voces perdidas” para después sentenciar: La amistad el recuerdo mismo.
De Madrigal de la Vera emigró a Vizcaya en el año 1968 residiendo, desde entonces, en el popular barrio bilbaíno de Rekalde. Fue miembro de la Asociación Artística Vizcaína y de la Agrupación Literaria El Candil.
Su poética no está intrínsecamente ligada a formalismos teóricos, es una poesía concisa, claramente reivindicativa y social, labrada en la universidad de la calle con palabras de obrero y amor de hombre.
No se interpone la niebla, a pesar del tiempo, entre el recuerdo de su estancia y nosotros, sus compañeros de letras, y así llega hoy, cuán grande es, a esta página, porque su paso dejó una huella profunda e imborrable tanto en el corazón de los que le conocieron como en su realismo expresivo a la hora de componer diferentes géneros literarios. Premio “Geoda” de cuento en castellano con “El niño que no sabía reir”.
Domingo guerra de la Flor tuvo desde su niñez una íntima relación con la naturaleza, la vida en el campo le supuso no pocas penas que ahogar ante una cuartilla. Sus recuerdos amargos, sin ser rencoroso, no los olvidaría como tampoco olvidó el trabajo rudo del campesinado labrando la tierra enriqueciendo el caciquismo asentado, por entonces, en esa España invertebrada, con políticas nefastas para al obrero y donde el sol y las estrellas abrían y cerraban la jornada laboral.
Esto le dejaría marcado. No en vano sus versos mantienen, aún vigente, la esencia de todo cuanto vivió y dejó impreso: Otra vez el hacha ha talado/ la vida del árbol nuevo/ que se cobijaba a la sombra/ de otros árboles adultos.