Vivir o saber vivir

Someternos a una férrea disciplina y usarla como trampolín para alcanzar tantos propósitos como hayamos proyectado en nuestra vida y conseguido, es saber vivir. Vivir, meramente, es parasitar en el tiempo hasta la muerte.
El hombre depende del raciocinio y de la formación cultural que obtenga en su peregrinaje por ese espacio cercado por el tiempo que es la vida, para que la suya propia no se vea imbuida por la constante involucionista de esta sociedad indignamente saturada de intereses económicos en detrimento de otros más humanitarios.
Saber vivir, implica responsabilidad. Obediencia clara y ciega a los valores más universales que caracterizan, de algún modo, al individuo; valores desgraciadamente hoy deformados, que traen de cabeza a no pocas personas, por circunstancias y costumbres contemporáneas, de esta generación y, que sin dar lugar a dudas, se han prodigado por el presunto placer que produce conseguir un logro sin el esfuerzo requerido.
Evidentemente, todo sacrificio obtiene su recompensa, lo contrario obedecería más a un estado quimérico que al propio azar.
Sin embargo, en una sociedad consumista como la nuestra, donde a diario la oferta y la demanda son protagonistas de productos propicios a nuestra insaciable codicia, hace que nos precipitemos a vivir simplemente, sin apenas sopesar lo que perdemos por no saber vivir.
Es incómodo, por no decir que relativamente imposible, separar la mente del cuerpo pero es a la vez la única salida que se tiene hacia el campo de la rehabilitación de los hábitos.
Y en ese intento, en el de separar al individuo de su racionalidad, se dan en nuestra sociedad tres caldos de cultivo con un alto poder destructivo, como son: el tabaquismo, la ludopatía y el alcoholismo.
Tres fenómenos que desbaratan los más elementales principios de convivencia y comportamiento social a que nos debemos. Los tres tremendamente implicados en que vivamos simplemente, sin saber vivir.
Nos han vendido, y lo han sabido hacer, que el tabaco y el alcohol responden a un movimiento cultural y a sus consumidores se ofrecía como la panacea de un presente, hoy sin futuro; en cambio al fenómeno ludópata no le asiste ningún movimiento social excepto aquel estrictamente arraigado a los intereses económicamente mordaces de quienes, amparados por la precaria legislación que regula los juegos de azar continúan enriqueciéndose a costa de una progresiva y trepidante dependencia que, en la mayoría de los casos es reconocida por los estamentos oficiales sanitarios como una enfermedad.
Puede que vivir deje de ser un concepto y aunque degenerativo, implique al gobierno de nuestro país a adoptar las medidas oportunas al respecto, como ya lo hiciera a través de varias campañas publicitarias contra el consumo de alcohol y tabaco.
Son muchos los millones de pesetas que han dejado de recaudar las arcas del estado desde entonces – utilizando la vía de impuestos por el susodicho evento social – gracias a esa insignificante porción de sociedad que a bien tuvo abandonar esos insalubres hábitos.
Sin embargo se contabilizan por miles los millones de pesetas que se ingresan a las mismas arcas por este preocupante fenómeno ludópata.
Quizá la solución a este problema no esté en otras manos que en las del propio afectado. El tuvo, tiene y tendrá la última palabra. La decisión final: Vivir o saber vivir.
Juan Camacho escrito y cofundador de Ibai Literario.

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