Vivir en una ciudad pequeña y fraguarse una carrera literaria que te proporcione independencia económica y reconocimiento popular, son aspectos antagónicos en la vida de un escritor. Eso en resumen es lo que le ocurrió a Juan Alcaide, que amaba a Valdepeñas sin encontrarle mácula, permaneciendo oculto literariamente en su pueblo, embrujado por un furioso amor a su raíz. Pero fueron tres las razones que ataron al poeta a esta tierra.
La primera, el amor a su pueblo que se une íntimamente con él, que le lleva a sublimar esta pasión hasta niveles de amor sexual hacia la tierra de uno. El amor a su paisaje, a los horizontes eternos de esta tierra arisca. Y los dos frente a frente, la tierra y él, copulan para dar el fruto más completo y acabado: su obra poética, la obra alcaidiana… Y en este sentido no hay que obviar que él ya había pasado tres años en Orense (1931- 1934), en una pequeña aldea llamada Mouruás, ejerciendo en su primer destino como maestro. Esta estancia frente a paisajes tiernos y suaves no hace más que afianzar el carácter de universalidad que quiere para su obra. Y es que en Galicia se siente bien, nada nos hace pensar lo contrario, esa penumbra de la luz gallega, esa “saudade” consustancial con ese territorio va bien con su carácter discreto, introvertido y nada rutilante. A la postre sería la única desvinculación del paisaje manchego que vivió el poeta, desunión asimilada como una pausa anhelante de volver a él.
En segundo lugar, la enorme influencia afectiva y emocional que ejercen tanto su madre Carmen como su tía Araceli en él, es determinante. Este vínculo afectivo en la cabeza de Alcaide no se podía desgajar. La mera posibilidad de separarse de su madre y de su tía no la vislumbraba y desplazarse a otra ciudad con proyección literaria como Barcelona, los tres juntos, —Madrid nunca se contempló— tampoco era plausible. Hay que recordar que ellas eran modistas con taller establecido y no querían perder su modo de vida. Así me lo confirma Mº del Mar, ahijada del poeta, muy querida por él y a la que me une gran amistad.
Y la tercera y definitiva, su gran humildad, la modestia y el recogimiento emocional que le infundía esta naturaleza. Él se sentía un hombre nacido y cocido a imagen y semejanza de esta Mancha y así vive y fabrica su obra, con absoluta fidelidad a su tierra. Una vida llena de íntimas congojas por este paisaje.
No le faltaron al maestro las voces que lo animaran a salir de esta “divina tierra ronca de caricias, ingrata y fuerte como la Castilla que viera el maestro”, —en clara alusión a Machado—. Voces casi acusadoras de egoísmo, de ingratitud, de codicia acaparadora de Alcaide, como la del amigo y también maestro Carlos Muñoz, padre a la sazón de Mª del Mar, que en carta desde Tarrasa en 1941 lo increpa, diciendo que gran parte de la culpa de no figurar su nombre entre los primeros de la poesía de entonces la tiene él, y añade: “Tu escribes y tus valiosos originales los archivas en carpetas, a lo más, los das a conocer a los amigos circundantes. ¿Pero y los demás? Tal vez me digas que la posteridad diga la última palabra. La posteridad se compone de presentes sumados, querido amigo”.
Alcaide en estos momentos y para siempre, ostenta el merecido y único título de Poeta de La Mancha. Mancha de la que nunca quiso salir. Al cantar los valores universales de esta tierra, universaliza su poesía siendo profundamente manchega. Ahí está su mérito. Desde su rincón valdepeñero dignificó y dio lustre a una poesía que hasta entonces tenía mucho de rural y de folclórica. Alcaide fue un poeta solitario, aislado si queréis, pero fue un gran poeta esclavizado por estos territorios, estas llanuras, estos soles y estas cales, y nunca supo romper los lazos que le unían a esta tierra. Él es para La Mancha y se entrega a ella sin condiciones, en su totalidad, limitando así su vuelo poético.
Pero ahí está su obra, recia como esta llanura, deslumbrante como este sol, cegadora como la cal incendiada y orgulloso de haber conseguido lo que siempre persiguió: “mancheguizar, la Mancha más manchega”.
Tomás López Fdez-Sacristán
Alcaide en Tarrasa al borde del mar.
Orografía enfrentada a la tierra arisca y áspera que él encumbró