Tomás López Fernández-Sacristán

VIDA Y OBRA DE JUAN ALCAIDE

Estimados lectores, en primer lugar, les doy la bienvenida a este 2023 y a su nuevo calendario que dosificará nuestro tiempo, día a día, durante los próximos doce meses.

Es un privilegio para esta página contar en las primeras ocho semanas de este año con la inestimable colaboración de Tomás López Fernández-Sacristán, un estudioso de la vida y obra de uno de los grandes de la poesía en nuestro país. Se trata del poeta valdepeñero Juan Alcaide Sánchez.

Pues bien, el perfil de Tomás López, —nuestro colaborador— responde a un personaje peculiar donde los haya, indaga con asombroso tesón e interés y el poco tiempo que le deja sus diarios quehaceres al poeta manchego, recogiendo, en parte, su extensa obra y en parte la esencia de la que dejó muestras su excelencia como persona.

Bajo el título genérico de Vida y obra de Juan Alcaide publicaremos semanalmente ocho artículos que llevarán de la mano, a quienes no le conocen, a saber de este poeta perteneciente a la generación de 1936 y entregado a la tierra que le vio nacer desde 1907 hasta 1951 dejándonos un legado tan importante como transparente y tan colosal y lleno de verdades como la humildad que le acompañó de por vida.

Desde estas líneas agradezco a Tomás López su bondad y altruismo.

EL “CERCAO” EN LA OBRA DE JUAN ALCAIDE
(I)

Las bodegas, los “cercaos”, “esos paraninfos de rústica universidad” —definición poética de Alcaide— son una parte muy importante en la vida y obra del poeta valdepeñero.

No en vano allí pasó muchos ratos con los amigos rindiendo culto estremecido a la amistad. “El cercao es aquí, en Valdepeñas, su mejor aula de enseñanza. En él se aprende a lo hondo y a lo largo, sin el agobio del profesor más o menos advenedizo. Porque si los pueblos fueran puertos, sus cercaos serían los muelles donde buscar el descanso”.

Principalmente los domingos se reunía con su cuadrilla en la Iglesia de la Asunción, para oír misa de doce. Después tomaban “unos chatos” en el bar de Sebastián y poco después marchaban al “cercao” de Afrodísio González o el de Manuel Ruiz. Preparaban la comida, comían despaciosamente, bebían sacando una “jarrilla” de la tinaja preferida y conversaban amigablemente convirtiendo aquella reunión de amigos en una tertulia literaria.

“Decir cercao no es querer decir solamente vaso y copla. Decir cercao es escucharlos a ellos, a los que empujan un par de mulas o un arado con la lengua, en su palabrerío duro, rico, lleno de fósforo y de sangre. Sentencias sabias, folclore, lo que el pueblo sabe y siente y así lo expresa en la lengua que el pueblo más que nadie ha contribuido a formar”.

Con esta hermosa definición del propio poeta, en un artículo que publicó en este mismo diario allá por 1946, titulado “Postismo en el cercao”, escribe y define la importancia de los cercaos-bodegas para él, para su poética y también para Valdepeñas. El poeta que prefirió vivir desconocido y aislado, sin ser deslumbrado por el esplendor de la gran urbe, va forjando el edificio de su obra poética palmo a palmo, cimiento a cimiento y así alumbraba sus más inspirados versos, entre sorbo y sorbo de rico clarete.

 Poemas que declamaba a sus amigos con esa voz tan suya y ellos acogían los versos con deleite y complacencia. Voz del poeta que se va ahilando ante el vaso transparente, a pequeños sorbos de sus “cintas”, orgía sensorial de vivencias, de realidades del espíritu.

Al final de sus días, cuando es un hombre destrozado por el dolor, por la enfermedad (maldita tuberculosis), por el fracaso vital de una carrera literaria no conseguida, es capaz de escribir con el cercao presente, queriendo morir allí, con su cuadra y su candil, sintiéndose gavilla de vencido e implorando un trasiego redentor.

Es estremecedor releer su último libro publicado aún con vida, Jaraiz, —su momento cenital como poeta— donde condensa toda la concepción de su mundo poético, pues bien,  en un momento tan definitivo, él dedica un capítulo al cercao e incluye tres composiciones, tres sonetos: Tarde, Noche y El poeta quiere morir allí, que son de lo mejor, de lo más perfecto, de lo más transcendente de toda su obra poética.

Así es como inmortaliza, rinde tributo, exalta y da prestancia a unas instalaciones donde pasó mucho tiempo ennobleciendo la amistad, dando muestras de una humildad tremenda cuando se negaba a que jornaleros o gañanes les sirvieran de las cosas necesarias para organizar la merienda, porque decía que en ese trato no había afecto. Él y sus compañeros debían hacerlo todo y se adelantaba el primero a coger la gavilla “para peinarle las llamas”, a sacar el vino de la tinaja, o lo que hiciera falta. Nunca quiso ser “el señorito”, y así lo expresaron todos los que le conocieron.

 

Tomás López Fdez-Sacristán