Tomás López Fernández-Sacristán

VIDA Y OBRA DE JUAN ALCAIDE

Valdepeñas, su paisaje y Juan Alcaide
(IV)

Juan Alcaide nació en Valdepeñas porque Dios lo quiso. Amó esta tierra de surcos y pámpanas dolorosamente, y muchas veces respiró por su herida: arisca y brusca tierra nuestra. Sus mejores poesías fueron dedicadas a la tierra que le vio nacer, a pesar de ello fue un poeta de amplios vuelos, porque el hombre que canta como él lo hizo, aunque sea prisionero de su geografía, las fronteras se le abren solas.

El poeta no puede vivir fuera de nuestros campos, abandonar su llanura. Es una unión tan honda, tan íntima y amorosa, que los dos, campo y poeta, dan a luz el fruto más completo y acabado: LA OBRA ALCAIDIANA.

Alcaide había concebido en un primer momento el proyecto ambicioso de construir una verdadera poesía manchega, —a semejanza de lo que hizo Antonio Machado en Campos de Castilla— pero pronto resolvió convertirse en un poeta que, a través de lo propio, de lo específico, buscó la trascendencia, labrarse una voz con vocación cosmopolita.

Igual que Machado a Soria, Alcaide se une a Valdepeñas, a su paisaje, llega hasta su núcleo más íntimo y es ahí donde se encuentra de verdad a sí mismo.

Convirtió los campos de La Mancha y sus lugares, sus oficios, sus utensilios, en protagonistas de sus poemas, no con la finalidad de exaltar valores del terruño, sino de explorar su propia intimidad. Es evidente que explorando lo propio se llegue a lo universal. La Mancha, desde la existencia de Alcaide, ya no fue la misma. El poeta asumió el papel de gurú y habló por su boca, se convirtió en fuente de conocimiento de su paisaje, de su territorio.

Y es que en la obra de Alcaide no hay gardenias, no hay jazmines, no hay orquídeas, no hay rosas, no hay paisaje verde, elementos indispensables que han explotado hasta la saciedad otros poetas contemporáneos a él. Hay, eso sí, cardenchas, cepas, majuelos, llanuras, cales, soplos llenos de Mancha, de polvo, de sol, de terrones, de jara.

Leyendo sus libros volvemos a ver a Valdepeñas en su lejanía horizontal. En los paisajes, en las faenas agrícolas o en las costumbres de La Mancha se aprecia un profundo sentido de la realidad que él transforma en poesía, un acentuado talento de retratista. Él no se parecerá a ninguno de su generación, queda suelto, desanclado de tendencias academicistas, ha preferido parecerse a sí mismo, ser poeta aparte, hacerse cepa de La Mancha. En nuestra llanura inacabable vida y vid se compenetran, se imbrican, se embuten una en otra y son lo mismo.

Con apenas 44 años se nos va. Como cepellón de tierra disipada se desmorona, las puertas del cielo se abren para dejar paso al poeta,  al trovador  de la tierra que le ofreció su primer rayo de sol. Al fin y al cabo, cualquier celebración en honor del poeta, incluye su elevación a los altares. Valdepeñas ha sabido entronizar a ambos, poeta y paisaje, poema y pámpana y él lo sabía cuándo en 1946 escribe en la revista Balbuena: “la tierra de un poeta es para éste como el surco para la espiga… Sólo puede haber una lírica manchega: ese secreto es mío. Amo a Valdepeñas a todo deseo, a toda emoción, a todo instinto”.

 

Tomás López Fdez-Sacristán

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