Teatro por Semana Santa

Cómo echo de menos a ese dramaturgo tan universal en cada una de las acepciones que tiene esta palabra. Logró escribir una obra de teatro involucrando a los habitantes de este planeta, incluido su propio hijo. Actores, actrices y figurantes representarían en vida la ardua tarea de conseguir la oportunidad de existir, por una sola vez, en un mundo organizado por ellos mismos. Una obra de teatro circunscrita al compromiso de la fe que es el sello de identidad del amor soberano cuando se ejerce desde la sabiduría y la humildad, y se presagia el éxito de una solidaria hermandad entre los hombres en un mundo hecho a su medida.

Pero no todo sucede como se desea. Los padres, por ejemplo, nos esforzamos —a veces demasiado— por conseguir aquello que creemos que es bueno para nuestros hijos. Una vez conseguido ya se encargarán ellos, aun siendo menores de edad, de filtrar a su antojo lo que crean conveniente y esencial. Llegando al final del primer acto los implicados  superaron con éxito relativo las encrucijadas que, entre los diferentes grupúsculos, se dieron por sus diferencias para para alcanzar el objetivo común.

Nadie se ponía de acuerdo en aquellas reuniones. Todo era un caos, discusiones interminables en los puestos de responsabilidad, sabotajes, insultos y saqueos dieron al traste con el  primer acto.  Ante la caótica situación creada se nos  impuso un organigrama, o tabla de salvación, que contenía, al menos, diez mandamientos.

Aun así, los figurantes veían cómo aumentaban las diferencias y privilegios  entre ellos y las actrices y actores de la obra teatral y terminaron por hacer  notoria su queja. Él, evidentemente, no era Dios, y después de reflexionar si merecía o no la pena que la obra de teatro fuera un éxito, arriesgó su vida dejando testimonio tanto de su presencia como de su muerte al representar el difícil personaje de Jesucristo. A pesar de los siglos que han pasado, hoy sigo más cerca que nunca de ese mismo escenario. Lamentable.

 

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