De nada sirve conocer los impulsos que al hombre de hoy le llevan a suicidar su razón. Quizá los planteamientos de futuro los ve demasiado turbios para siquiera proponérselos, quizá la educación que recibió no fuera la idónea para participar de esta sociedad donde los valores morales se van perdiendo irremisiblemente y nada se hace – aunque sí se dice – por retenerlos.
Tal vez se viva demasiado deprisa y no queda tiempo para la reflexión, tiempo necesario si tenemos en cuenta que es una fase decisiva para la armonía que necesita nuestro cuerpo y nuestra mente. Si ayer trabajábamos para crear un bienestar social óptimo, hoy nos parece menguado el fruto y desorbitado el esfuerzo, no obstante y ante todo somos especialistas en ilusiones y prestos nos hallamos de nuevo, aún en tiempo de crisis, a seguir engordando el ogro del consumo. El riesgo a correr es evidente: ser consumidos. Por desgracia, son pocos los minutos que al día le dedicamos a nuestra personalidad psíquica – poco trabajo damos a ese espectro o aparente gusano retorcido que dimos el nombre de cerebro -. ¡Cuánto mejor nos irían las cosas si recapacitáramos sobre esto o aquello que nos dicen o hacemos!, pero nos encanta la comodidad y a lo más que llegamos pensando en el mañana es al día siguiente.
Así nos van las cosas en un país donde se ha tenido que moldear la conciencia a base de martillo y cincel para pretender ser competitivos, europeos y hasta mecenas del gobierno, porque así se ha de decir después de reflexionar, ya que nuestras miserias nos está costando, bien por impuestos económicos, bien por cesiones o recorte sindicales… ¡Y es que la crisis es capaz de tanto!… que, a lo peor nos dura otros siete años más.
Pero ahí está el hombre y su razón y su conducta, ahí está el hombre de a pie y ahí la razón de los otros hombres con su lengua, más sabia que nunca, engendrando palabras para apaciguar los temores que algunas minorías – sin ser muy menores – ya vienen sufriendo. Sería una estupidez que, individualmente, nos enfrentáramos a esta situación con la cabeza levantada, pues más perdería el que, aun siendo digno, hablara, que aquel que con astucia, callara indignamente. Son malos tiempos. Efectivamente, pero siempre son los buenos los que pagan los buenos y los malos tiempos.
Es así, y así habrá que admitirlo si estamos dispuestos a acatar nuestra particular porción de responsabilidad por tal o cual reflexión. La sociedad está enferma. No, la sociedad está agobiada por tanto repentino cambio, de tanta promesa y propaganda; está pagando a muy alto precio lo que, a cambio, está disfrutando. ¿No será que ha confiado, ingenuamente, y por comodidad, año tras año en un simple símbolo? ¿Será que no se ha percatado del riesgo a correr hasta que ha sentido la pertinaz mordedura?
Ahora la sociedad, – llamémonos todos -, cree llegada la hora, y desde estas líneas la razón se impone firmemente con su criterio: no os dejéis asaltar por la duda, tampoco os dejéis llevar por la venganza. Sed cautos: reflexionad. ¿Cuánto os pide quien tanto os da? ¿Qué dais a los que tanto pedís? Son dos preguntas en una sola: ¿A ojos de quién somos responsablemente dignos de confianza si gobernando nuestras palabras atendemos múltiples deseos? ¿Por qué no responsabilizarnos con una idea sola, de por vida, sea como fuere ésta: política, social, familiar, laboral, etc.? ¿Será porque todo pensamiento, que sea tomado como tal, es perecedero según la filosofía por la que opte quien de verdad tiene las llaves de la decisión? Seamos serios. Reflexionemos después de razonar. Sinceramente no es tan difícil.
Juan Camacho es escritor y cofundador de Ibai Literario.