¿Qué buscamos?

Se me hace curioso cómo el hombre que hace de la reflexión el pan y el vino de cada día, manifiesta su orgullo por llegar a ser: nada. Nada a ojos de todos; más aún, si trabaja con perseverancia para conseguir el éxtasis de ser todo a ojos de nadie. La verdad es que somos complicados desde que recibimos los cinco sentidos, hasta que los perdemos materialmente.

Si, gracias a la gravedad que ejerce el centro de la tierra, nuestro piso permanece a ras del suelo, no por ello ha de estar nuestro pensamiento en idéntica condición. Así pues, el origen de nuestra experiencia ha sido perseguido durante milenios y lo sigue estando por grandes científicos, matemáticos, teólogos, filósofos, etc… quienes han dado al traste con cientos de conjeturas que, a nivel popular, se habían creado para tratar de esclarecer lo que, aún hoy, para la humanidad es un auténtico misterio.

Sin embargo, más que alcanzar los orígenes de nuestra raíz, nos preocupa sobremanera: la muerte. Nuestra desaparición física de la faz terrenal.

No ha de extrañar a nadie que el hombre utilice la imaginación, por un lado, y las creencias religiosas por otro, para paliar de algún modo este miedo tan ancestral como evidente a lo desconocido.

De aquí surgen preguntas: ¿Qué es el alma?, ¿existe vida más allá de la muerte?, ¿Qué habitamos después de muertos?, ¿resucitamos?, ¿Nos reencarnamos? Todas ellas son preguntas que, más tienen que ver con la percepción de la realidad o los saberes del homo sapiens, que con las diferentes doctrinas e imaginaciones que podamos desarrollar; si la fe mueve montañas, llegado el caso, cada uno de nosotros está en su derecho de creer en lo que más se le antoje. En mi caso, siempre que menciono la palabra muerte o resurrección acude a mi memoria Santo Tomás, y es que aparte de los valores que nuestra conciencia tenga almacenados, veo al hombre necesitado de una doctrina más transparente y deshumanizada, por Divina, a la vez de un nivel de inteligencia superior al actual que contrarreste el excesivo agnosticismo que acusa gran parte de nuestra sociedad.

“Entre 1965 y 1969, la esperanza en el más allá de la muerte se derrumbó al mismo tiempo que la voluntad de trasmitir la vida. En 1965, el 70% de los franceses declaraba esperar a Dios en la muerte. En 1969 eran sólo un 30% y no sabían ya formular esta esperanza”, (Estadísticas citadas por Pierre Chaunu, extraídas del libro de Jaeques Sutter La vie religiouse dos Francais? Travers les sondages dópinión. (París, 1984).

Otros pensadores, como el fundador de la psicología experimental, Wilbelm Wundt, mantenían también teorías muy generales sobre la forma en que la mentalidad del hombre primitivo había concebido la realidad en términos de tótems y fetiches, antes de pasar a la fase de las creencias politeístas míticas y religiosas. Pero, de todos los intentos de indagación sobre las primeras etapas del desarrollo de la mente humana, acaso ninguno, fue tan estimulane, según el catedrático Jose Luis Pinillos, como el efectuado por Edward B. Tylor, máximo formulador de la teoría animista.

En virtud de todo ello, el hombre primitivo creía, según Tylor, que un algo invisible, pero vivo, el alma, podría dejarle, tomar o atormentar su cuerpo, pasar de unos cuerpos a otros, viajar durante el sueño, etc. En definitiva, el hombre primitivo creía en la existencia de una misteriosa realidad espiritual que Tylor describía así:

“Una tenue imagen humana sin cuerpo, una especie de vapor, película o sombra, causa de la vida y del pensamiento en el individuo en que habita. Esa alma posee conciencia y voluntad independientes; puede abandonar el cuerpo para trasladarse velozmente de un lugar a otro; en la mayoría de los casos, es invisible e intangible, pero es capaz de producir fuerza física y se aparece a los mortales (en estado de sueño o vigilia) preferentemente como un fantasma separado del cuerpo, al cual, si embargo, se parece: finalmente, puede penetrar en el cuerpo de otros individuos, animales y aun cosas, tomando posesión de ellos e influyéndoles”.

“A juicio de Taylor, de esa mentalidad animista el hombre pasó al politeísmo. El final de este proceso colectivo sería el Ateísmo.

Ahora bien, tengamos en cuenta que el hombre ateo no es, sino que se hace, aunque eso sí, con responsabilidad y compromiso.

En la antigua Grecia, Sócrates e incluso Aristóteles fueron perseguidos como ateos porque no reconocían a los dioses de cada ciudad. Llamaban Dios según dice Aristóteles en la metafísica viviente y perfecto. La inteligencia suprema. “El pensamiento del pensamiento”.

Entonces, los cristianos y judíos eran perseguidos también por la justicia del imperio por idéntico motivo: no adorar a sus dioses.

Una curiosa referencia sobre el ateísmo dado en Israel la tenemos en los salmos 14 y 53 donde se manifiesta: “Dijo el insensato en su corazón: No hay dios”. Incluso entre el pueblo musulmán hubo defensores aislados, pero acérrimos del ateísmo que, a través de la escuela Chartres influyeron en la Universidad de París.

Por otra parte, los conceptos que se obtienen del pensamiento ateísta referentes a la muerte, entrañan riesgos evidentes en cuanto a la forma subjetiva que el individuo mantiene respecto a la incógnita que le planeta su  desaparición, por lo que en cierta manera está justificada la  decadencia de su agnosticismo.

Me pregunto si, al borde de la muerte, estas personas no experimentarán una tendencia al misticismo, a la reencarnación, o intenten por el contrario algo tan sugestivo como puede ser una creencia, sea del tipo que fuere pero reconfortante, por lo que de sazonada tiene.

Juan Camacho

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