Al nacer nos llega, como si de una obra maestra se tratara, la vida; y el elixir que la rodea nos hace soñar con el edén. Es tal la pureza de nuestra mente infantil que nuestros dichos se elevan al frenesí de la idea dejando nuestros hechos lamentablemente sobre la alfombra terrena.
Crecemos día a día siguiendo los sabios consejos de nuestros progenitores, consejos recogidos indudablemente de los fracasos y aciertos que han recopilado a lo largo de sus respectivas edades en ese otro “edén” que en nada se parece al nuestro. Quizá la vida, que es una señora a la que todo el mundo quiere, nunca disfrutó de una infancia como la nuestra y tal vez naciera condenada a ser la pariente más cercana de la muerte.
Cuando nos acercamos a esa edad en la que nuestro raciocinio interpreta, a su modo, las más sólidas bases de la filosofía e intentamos demostrar que no todo en política han de ser palabras e irremediablemente hay que pasar a los hechos, nos damos de bruces con la malparida de todas las palabras: IMPOTENCIA.
Pero… ¿Impotencia por ser joven? No. Impotencia por tener que claudicar ante un sistema tan autoritario como cínico (véase en las diferentes negociaciones que afectan a los nacionalistas). El estado negocia ostentando el parabién del gobierno, cuando debería ser lo contrario, me explico: debería ser el gobierno quien negociara si el pueblo le diera el parabién. En todo caso habría que ver los resultados, mediante referéndum, en las distintas comunidades autónomas, a la pregunta: ¿Quiere V.D. que su país autónomo se independice?
Ciertamente habría que ahondar muchísimo, ya por la decisión en sí, ya por la información a tener en cuenta. Bien es verdad que esa decisión la hemos tenido que tomar un día de nuestra vida al pretender emanciparnos, pero sin desarraigos importantes para con los nuestros, ni mucho menos utilizar vocablos malsonantes contra ellos.
En esta guerra sucede a menudo la dialéctica, los formalismos e incluso la educación inestabilizan, por así decirlo, la moralidad plural de los que, sin duda, tienen en sus manos el verdadero poder -el pueblo -, y la juventud se da perfectamente cuenta de ello; así pues, cuando algún que otro vejestorio escupe su ilimitada verborrea no dejando de aludir constantemente a los tiempos en que su preparación política era digna y le impedía decir estupideces, lo mejor es apagar el medio de difusión y pensar en uno mismo y reflexionar sobre el enorme sufrimiento agolpado en toda la sociedad que a sí misma se cree libre. No. No hay libertad. Nuestra libertad está condicionada, nuestras leyes acusan el desamparo de los más necesitados de justicia en detrimento de los grandes capitales, nada a lo que hoy asistimos tiene que ver con ese “edén” que infantilmente soñábamos.
Nada excepto esa impronta de juventud, que, sin darnos cuenta, perdemos, merece la pena y es la estación más hermosa y envidiada de nuestra efímera existencia por cuantas cualidades en ella se alcanzan. Bien plasmado lo dejó escrito por los siglos de los siglos nuestro poeta Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro”.
Juan Camacho