Palencia, Pallantia

A menudo suelo, cuando en soledad habito, hablar con el alma y contarle mis cosas. En las tardes de estío, cuando almacenan el grano y en manos del cielo dejan la cosecha, del hombre del campo me acuerdo, de su olor – a trigo limpio – y del chirriar de sus quejas.

Son jornaleros – susurro a mi alma – arrancando la miés de la entraña terrena; los fardos descansan sobre la tierra de Campos que abriga Palencia, y deserta mi alma a la luz, a la tierra toda, abriéndose a los brazos nocturnos de, la por siempre madre: Naturaleza.

Busca la noche el relevo que tinte de colores los campos de Castilla. Así, el verde va adquiriendo tonalidades de armonía a orillas del Carrión, y el ocre terrenal se funde al horizonte claro-azul e inaugural del nuevo día.

El ritmo acompañado de “Campos de Castilla” hace que imagine la voz de Machado y emplazo a mi alma al punto cardinal donde, colgado del cielo, asoma exuberante y hermoso la Divinidad a quien los egipcios llamaron “Ra”.

Impacientes, las espigas, los juncos, las flores que negaron su cáliz a la noche se entregan, ahora, a este tacto candente, cósmico, ¡real!, y mi alma -estupefacta- cede su óvalo al aire, esperando… ¡Yo qué sé!, ser el hada, poco menos que la amada del astro rey llamado: sol.

Olvida la mano de Dios, a mis ojos, la fogosidad de algunas estrellas que, dicen los ancianos del lugar, se quedan para señalar el camino de Santiago.

Un detalle – interpreta mi alma- de la porción de cielo Palentino a la peregrinidad.

Con el alma y cuerpo unidos, como tierra y pueblos, como sol y cielo, como Cristo y Dios, dirijo mis pasos de peregrino, entre casas de adobe y campos sedientos de agua y azada, hacia la capital. Atrás quedan los múltiples tejados que, unidos, se ofrecen a España y en horizonte claro, a su comunidad.

En esta urbe de muchedumbre y tráfico despierta Palencia y hasta paréceme que el Cristo del Otero, vigía, abraza a sus pueblos y tierras.

Tierras que las manos de la historia recibe de almorávides y romanos. Estos últimos, embistieron ferozmente a Pallantia, Palentia o Palantia (nombres con los que era conocida) en dos ocasiones por su participación en la guerra de Numancia y socorrer a esta ciudad con alimentos. En ambas, Palencia resistió los ataques de las tropas romanas que luchaban bajo las ordenes del íntimo amigo de Cicerón: Lucio Lucinio Lúculo y Marco Emilio Lépido. Más tarde, los romanos acabaron por someterla.

Desde que comenzara mi peregrinaje hacia la capital he ido por los campos, creo que hablando solo pues, despierta mi alma de un profundo sueño y, al verme en la antesala que Palencia nos ofrece, me pregunto si es un oasis de Tierra de Campos o un jardín, remanso de paz para las almas.

El vuelo virtuoso de un pajarillo, sesga los invisibles átomos suspendidos en el aire mientras sigue oscilando la rama del árbol de donde ha partido.

Con mi voz entre alegre y risueña tal vez, respondo que no. Esto es “El Salón”.

Mientras reposo en este “minireino” multicolor y mi alma vuela en “pos” de la Catedral, torno mi peregrinar a otros albores, cuando Palencia lloraba viendo talar sus bosques y la región, toda ella, quedóse desierta por la conquista musulmana.

No prestaba, por entonces, el río Duero el caudal de sus arterias a esta tierra maltratada. Según la historia, fue en el año 1032 cuando, gracias a Dios y al empeño de D. Sancho el Mayor de Navarra la tierra de Palencia se repobló por segunda vez, ya que la primera fue obra del Conde Fruela (914-924).

Tuvieron que nacer y morir peregrinos por estos lares para que el sueño de todos se hiciera realidad. Aproximadamente siete siglos tuvo que rotar la tierra para que viera la luz de Castilla Fernando VI, rey de España (1746-1759), bajo cuyo mandato, un bullicio espumoso fluiría del lecho del Pisuerga y del Carrión hacia esta malherida tierra castellana.

Efectivamente. “A diferencia de lo que había sucedido durante el reinado de Felipe V, cuya política estuvo netamente orientada hacia la intervención en Europa, la de Fernando VI estuvo vertida hacia dentro, y tuvo como objetivo primordial la reconstrucción del país”.

Digamos pues, que fue Fernando VI, hijo de Felipe V, de limitada inteligencia y con rasgos de anormalidad mental, quien expuso a su primer ministro, el marques de la Ensenada (cargo que éste ostentó algunos años en el reinado de Felipe V) la construcción entre obras, del Canal de Castilla. En 1.754 Ensenada fue destituido de su cargo y desterrado a Granada, lo que no deja de ser paradójico dada su influencia en la monarquía.

Sin embargo, otros sectores políticos convencieron al rey de la infidelidad de Ensenada a la corona y excesivo uso de poder, reprochándosele además que “gastaba los caudades del Estado en canales de regadío y otras obras inútiles”. Fernando VI murió en 1759 completamente loco.

Más tarde, sería la propia historia quien desvirtuara las acusaciones vertidas sobre Ensenada y así, gracias a la construcción del Canal que sigue el valle del Pisuerga hasta Valladolid – provincia que recoge sus 207 Km. de longitud desde Alar del Rey – las tierras palentinas ven aumentar su fertilidad, experimentando un notable cambio socio-económico.

El resultado de su industria harinera en Tierra de Campos no podría ser más favorable a principios del siglo XIX, ya que existían 23 fábricas en el Canal de Castilla y 5 en el curso del Carrión, sin contar su ganadería, sus tradicionales mantas y tejidos y, la importancia vital que por entonces tuvo el descubrimiento de la minería que ofreció a Palencia su zona norte (Barruelo de Santullán, Orbo, Guardo…) con yacimientos de carbón, antracita y hulla, en contraste de las habituales manufacturas que esta tierra ofrecía.

Se podía vislumbrar, por entonces, un futuro prometedor ya que el tiempo – el mismo que hace historia – era condescendiente para esta tierra salpicada con sangre de distintas razas. Pasará mucho tiempo, eso sí, hasta que cicatricen sus heridas “terrenales”, más la historia volverá a ser juez de los hechos y dichos y su sentencia será escuchada y leída por otras generaciones, que no la nuestra. Palencia resurgía, como Ave Fénix, de sus cenizas y el sudor de sus hombres y mujeres, se transformaba en riqueza comunitaria. Necesitaba Palencia transfigurarse y lo consiguió.

En 1983 se formó lo que hoy conocemos como provincia de Palencia. Ello fue gracias al 80% de la antigua Palencia, el 34% de la de Toro y algunas tierras pertenecientes a Valladolid y León: ya en 1845 un 78% de las tierras que poseía el clero fueron compradas por los campesinos, lo que originó un importante minifundio agrario: sin embargo, los beneficios de esta explotación terrena eran muy bajos dado que los métodos técnicos empleados eran rudimentarios y los ingresos no alcanzaban a satisfacer las necesidades familiares. Por otro lado, la especulación realizada por los terranientes unido al descontento general del campesinado motivó múltiples manifestaciones contra estos y las autoridades (1856).

No fue Palencia la única provincia que soportó esta lacra donde, los beneficios mayores eran siempre para los mismos. El pueblo comenzaba a adquirir conciencia de lucha en defensa de sus intereses; doblegarse significaba silenciar la voz de la razón e hipotecar, Dios sabe cuánto tiempo más, el futuro de sus hijos.

Varias “lenguas de trapo”, circundantes a mi entorno, tintinean – para mi tormento – sus metálicos juguetes, hirien mis oídos, ávidos de interés por escuchar los susurros de mi alma. Me he quedado frío en este Salón lleno de mocosos y doncellas a tropel; juzgo, por la hora, que mi peregrinar ha abusado de mi estado de ensoñación.

Impresionada por las bóvedas – casi celestes – de la Catedral, mi alma no acierta a encajar un vocabulario anejo al testimonio percibido y, siendo mi curiosidad desmesurada, perfilo los sentidos al denominado: “Monumento capital de Palencia”. La primera impresión que recibo es fantástica, pues, ni aun proponiéndomelo logró abarcar con la vista el perímetro de la Catedral. Su estilo gótico hace retroceder mi mente al siglo XIII, más tarde compruebo que, para su elaboración, tuvieron que pasar 195 años.

Bajo las cúpulas bonancibles, cuyo arte magistralmente aplicado seduce mi pupila, contemplo con paso decelerado las riquísimas tracerías, la cripta de San Antolín, y un inconmensurable dédalo de obras artísticas que encierran en sí algo más que la obra sublime de su autor, algo que diagnostico: Alma.

Admirando la belleza del Cristo de las batallas: flexiono, no sin terquedad, sobre las influencias de lo Divino y sobrenatural en lo humano por terrenal; así, en el arte pictórico, autores como Juan de Flandes, Berruguete, Greco, o Jan Joest de Haarlen parecen contestar telepáticamente a mi diálogo interrumpido por el llanto, tan eufórico como repentino, de un chiquillo que reclama a sus padres luz solar.

El estruendo, recogido por el eco que gobierna la casa de Dios, es elevado a una indefinida potencia y surge al unísono de los múltiples recovecos de la Catedral restando protagonismo a su verdadero origen.

Cabe destacar en escultura (según oigo a un grupo de personas, pues mi sapiencia sobre este arte no está al nivel que quisiera) los sepulcros góticos y renacentistas del abad de Husillos, del arcediano de Campos y de Antonio de Salazar. La parsimonia con que ejecuto mis escrutaciones van a obligarme a volver –lo prometo– ante la capilla de San Pedro el año que viene, cuando un nuevo agosto permita asomarme a las tierras, de Castilla.

Mientras espero que esto suceda… a menudo suelo, cuando en soledad habito, hablar con el alma y contarle mis cosas, mis problemas, temores y preocupaciones.

Juan Camacho es escritor y cofundador de Ibai Literario

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