Somos partícipes y estrambóticamente culpables de todo aquello de cuanto, una vez creado, disponemos. Inexcusable la salvedad de la muerte, tan a la vez distante y cercana, atada, eso sí, al dogma religioso, a la fe y la esperanza, también al temor que nos invade desde nuestro nacimiento, miedo a las preguntas sin respuesta; da la sensación de que Dios nos expone día a día a una prueba muy distinta a la que nos vemos sometidos por nuestros congéneres.
Todo parece desembocar en el piélago amargo de la rutina, todo en el indonsable pozo del interés propio. Nada aflora más allá de la piel que cubre los entresijos de nuestra idiosincrasia y así somos en tanto no soñamos.
Por otro lado, entretenemos nuestra vida en crear la <> y el producto que generamos no va más allá de una simple metáfora, palabra como años o <> acaban, sin darnos cuenta, por envenenar la libertad. Es la soberbia grotescamente humana lo que enmudece el innato latido de la razón.
Como todos recordamos, porque lo hemos vivido hace apenas dos meses, se acaba el año y engalanamos las calles para quitarnos el miedo de encima, miedo a 330 días de oscuridad y ceguera y vuelven como otros años, a nuestros oídos, palabras hermosamente solidarias que en ningún momento dejan de ser palabras.
Entonces dejamos entreabierta la puerta de la cordura donde vive apesadumbrado el insignificante y famélico <> (aquel que defendiera por siempre Pessoa) que todos conocemos, el mismo que calla sabiamente cuando, impulsivos, manifestamos aquellas palabras de las que acabamos arrepintiéndonos.
Inexcusablemente, la salvedad de la muerte se nos impone, no llegamos a tanto. No se nos permite ni acaso contemplarla, seguramente gracias a Dios.
Juan Camacho