Franqueza y honestidad

Dotamos de vida cualquier pensamiento que insiste en prodigarse en esa esfera donde solo existe lo que somos, quizá lo que lleguemos a ser en un futuro más o menos inmediato. Como quiera que sea, el ser humano alimenta esperanzas allá donde es imposible que las haya y nada hay más frustrante que contar con aquello que se nos promete y nunca llega.

Hay que trabajar y esforzarse para conseguir que los demás capten en nosotros el compromiso que conlleva ser responsable y actuar con franqueza y honestidad a la hora de comprometernos en una acción determinada, si se nos pide. La reciprocidad de este acto la vamos a encontrar a la vuelta de la esquina porque solos no somos nadie y todos dependemos de todos.

Por ello deberíamos respetar la palabra, tanto la verbal como la escrita, porque es sinónimo de responsabilidad y un incuestionable aval de nuestra personalidad. La palabra es un pasaporte veraz que debería garantizar todo cuanto decimos y si el resultado de todo ello nos fuera adverso la acritud de nuestra aterida conciencia pasaría factura.

Pocas son las alternancias que barajamos a lo largo de nuestras vidas para cambiar de la noche a la mañana y mostrarnos ante los demás como quisiéramos ser vistos, pero sabemos que todos navegamos en el gran océano de la duda y que cada cual adquiere connotaciones particulares que le hacen diferente, no olvidemos que la astilla que nos mantiene erguidos deriva de diferente palo.

Hagamos pues, lo posible, no por cambiar el mundo —que bien nos vendría— sino por reconocernos en nuestra palabra para dotarla de ese entrañable y eficiente valor que por ayer tuviera… ¿Recuerdan? Los hombres del campo cerraban negocios con un simple apretón de manos. Un proverbio árabe, en su día, nos dejó el siguiente legado: “Somos dueños de nuestro silencio y esclavos de nuestras palabras” Teniendo en cuenta esta sentencia, qué menos que respetarla para mejorar, un poquito más, al hombre frente a sí mismo.

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