Algunas tardes las paso meditando durante largo tiempo sobre la vida y el camino recorrido por mi edad. A cualquiera que preguntes pensará que es un largo viaje el mío, pero por más que desando mis pasos para observarlo en perspectiva, tan solo algunos sucesos importantes quedaron marcados en algunos puntos del camino.
A golpe de memoria diría que no más de diez, quizá doce, y en esos puntos destacados solo veo las etapas que conectan entre sí. —la mayoría estériles—, días que se calcan al anterior como un ejército de clones que avanza sin rumbo ni sentido, etapas donde todos los ruidos que entraron por la ventana de aquellas mañanas, siempre fueron los mismos, los mismos cantos, el mismo cortacésped, el mismo silbido, el mismo camión de la basura, el mismo saludo del quiosquero, la misma apatía de los que hacían cola —muertos de frío bajo mi ventana— esperando la apertura de la oficina del Inem.
Aquella tarde de primeros de mayo, meditaba somnoliento —como ya lo hacía de forma habitual— y de repente sentí una extraña sensación, fue como si presenciaras una escena importante de tu vida y de inmediato te das cuenta de que nada volverá a ser como antes, que todo ha cambiado en una milésima de segundo y nada puedes hacer para volver a tu estado primitivo. Así sentí cómo se apoderaba de mi ser más profundo esa percepción que me agarraba con fuerza para no soltarme jamás.
No era tristeza ni nostalgia, ni desazón… Tampoco el sentimiento de rabia que en algunos momentos me poseía, no, era algo mucho más profundo, un sentimiento nuevo, inenarrable… Una mezcla de aceptación y negación que desembocaba en trágica resignación por desconectarme de la realidad.
A mi alrededor los demás residentes disfrutaban de los últimos rayos de aquella soleada tarde de mayo, amenizada por viejos pasodobles que a más de uno arrancó alguna que otra nostálgica lágrima. En tanto, reflexiono por llegar a entender la cuestión que me aborda. Algunas enfermeras allí presentes, de forma mecánica y sin ningún atisbo de salero, acompañaban a varios de los residentes en sus lentos pasos folclóricos.
Absorto en mis pensamientos apenas si prestaba atención a la imagen que proyectaban, la escena era patética viendo los esfuerzos que las enfermeras hacían por alegrar nuestras vidas en aquel lugar tan vacío de vida como deprimente. Juro que cada domingo que allí pasé, imploraba al poder divino que se apiadase de mí envenenando — de algún modo— el zumo que a diario distribuían a la misma hora y en la misma proporción. Nunca tuve intención de llegar al siguiente domingo. Aquella tarde mi mente trataba de analizar lo que allí sucedía, pero por más que lo intenté, mi ser ya no reaccionaba a ningún estímulo, diría que se marchó con rumbo desconocido.
A pleno sol y en aquella vieja silla de ruedas, a mis noventa y cuatro años, la vida se detuvo. Todo se congeló en aquel instante, mi cabeza reposaba sobre mi brazo derecho. La mirada de forma autónoma recorrió el perfil de un vaso de plástico que rotaba de vez en cuando en el suelo. Los pasodobles se fueron alejando perdiendo intensidad y mi visión periférica alcanzaba las siluetas de algunos ancianos sentados y dando palmas lentamente. Todo a mi alrededor se iba deteniendo como un tren que lentamente entra en su última estación, aquella sensación marcaría un antes y un después apoderándose por completo de mi ser en el instante en el que mi mente comenzó una serie de preguntas.
Una voz las contestaba desde el patio interior de la conciencia. Desde un silencio abrumador, sin titubeos y sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo asistí, como mero espectador, mientras contemplaba fijamente aquel vaso que rodaba sobre sí mismo en tanto atendía a la inusitada conversación que había en mi interior.
Mente – ¿Qué motivo te incita a detenerte, mi querida alma?, ¿acaso no reparaste en que aún seguimos viviendo el final de esta larga vida?.
Alma atrapada – Siento interrumpir tu eterna rutina. No me detuve por voluntad propia, me temo que algo me atacó de algún modo y he sentido la necesidad de detenerme por un momento para entender lo que estaba ocurriendo.
Mente – ¿Acaso no sabes, después de tantos años, que es mi cuerpo quien toma las decisiones importantes? Deberías tener claro que nuestra vida tiene unas reglas que respetar y una forma de actuar y de sentir aprendida a lo largo de los años. No se deben cambiar bajo ningún concepto y menos a estas alturas, los cambios bruscos a esta edad no son buenos y menos si no tienen un fundamento que los justifique.
Alma atrapada – Hay un sentimiento en el interior de este halo que me advierte y desconcierta. Para avanzar y seguir nuestro camino vital necesito comprender y saber cómo debo actuar, por más que he consultado el raudal de experiencias que he acumulado a lo largo de todos estos años, no hallé circunstancia que se asemeje a la actual.
Mente – Siempre me achacan los trastornos, creo que te has visto afectada por el recuerdo de algún acontecimiento pasado y sufres un leve trastorno transitorio que suele presentarse a ciertas edades, por lo que no le daría más vueltas y me pondría de nuevo en marcha… En cualquier momento se acercará una de las enfermeras y comenzará a preocuparse si ninguno de los dos reaccionamos.
Alma atrapada – Podría ser como dices, pero piensa que podría tratarse de que, durante mucho tiempo, quizá demasiado, he permitido que llevases la voz cantante en este cuerpo que habitamos y que ya va siendo hora de que tome el control de los mandos y tú empieces a obedecer, quién sabe, si debería de haber sido así siempre… Y me doy cuenta ahora, gracias a esta sensación desconocida.
Mente – ¿Definitivamente padeces un trastorno — y me temo que severo —, ¿dónde se ha visto al alma tomando el control del cuerpo?, ¿una mente brillante al servicio de un alma ? Cuando volvamos a la realidad, pensaré en pedir un par de pastillas de esas que tan bien sientan en momentos como este.
Alma atrapada – Mucho me temo que vas a tomarte unas largas vacaciones. Reconozco que has trabajado duro todos estos años, sobre todo en los últimos meses. Desde que cruzamos la puerta de la residencia no has tenido ni un momento de descanso, ni siquiera en las noches que andabas despertándonos a todos en mitad de la noche. No te preocupes por el futuro, de ahora en adelante, descansa, yo me ocuparé de todo lo necesario para que sigamos al hilo de la vida, pero ya no será como antes, algo ha cambiado en mi ser y lo debe nuestro cuerpo. Tú también deberías ir asimilando esta nueva situación. En breve este sentimiento irradiará todas las partes del ser que habitamos y nos iremos acostumbrado a él, quién sabe, quizá en un futuro lo comprendamos y sepamos asumir sus consecuencias de algún modo.
No recuerdo el tiempo que pasé —absorto— mirando aquel vaso de plástico y escuchando atentamente aquella conversación que en el algún lugar de mi interior se manifestó como por arte de magia. Volvieron desde una aparente lejanía todos los sonidos a mi alrededor y fueron creciendo haciéndose más claros y presentes, al tiempo que los gestos de los que se encontraban a mi alrededor fueron más evidentes y acompasados al ritmo de los pasodobles taurinos.
Una anciana que danzaba lentamente con los brazos en alto, en uno de sus giros pisó el vaso de plástico que había frente a mí y a modo de chasquido de dedos de un prestidigitador, salí de aquella especie de trance.
Lentamente levanté la cabeza, —sentí que seguía haciendo mucho calor—, pero ahora me resultaba tremendamente agradable, el calor se convirtió en suave calidez al contacto con aquella luz que bañaba mi rostro. Me invadió un sentimiento de bienestar, como cuando has dormido una larga siesta veraniega bajo la frescura de un árbol junto al río. Hacía muchos años que no sentía un placer semejante, la sensación de ligereza era alarmante, una aplastante paz inundó todo a mi alrededor, no comprendía lo que me estaba sucediendo, pero aquello era maravilloso, después de largos días grises de tristeza y desazón, ahora sin motivo alguno y cuando pensaba que ya nada merecía la pena, el juvenil y ligero revolotear de mil mariposas se apoderó de mi ser. La música no me transmitía los monótonos y anticuados pasodobles, ahora lo que allí retumbaban eran maravillosas noches de verbena en la plaza del pueblo, eran gloriosas faenas en las ventas, una tarde de domingo en aquella feria del cincuenta y seis donde conocí a Isabel, cerré los ojos y mi alma se inundó de grandes y bellos recuerdos: amigos con los que alegres brindábamos por la vida, larguísimas noches de ronda y celebración, románticas puestas de sol junto al mar, todo ahora era luz y color donde antes solo había sombras y oscuridad.
Una de las enfermeras vio el brillo en mis ojos y lentamente, con gesto de extrañeza y algo sonriente se fue acercando y alzando las manos para tomar las mías, juro que vi acercarse con un precioso vestido a mi difunta esposa ofreciéndome aquel baile que sonaba… Estaba radiante, aquel vestido que solo se ponía el día de la virgen la convertía en un bello ángel, en su cuello lucía aquel antiguo crucifijo de oro que años atrás heredó de su abuela. Las lágrimas no tardaron en brotar de mis ojos y con ello nublarse todo a mi alrededor, pasé mis puños por los ojos y tomé sus suaves manos, pensé que podía ser un sueño, pero no, allí seguía mi ángel, como en una nube flotando frente a mí, ayudado por sus delicadas manos de costurera, me puse en pie, de una forma mucho más ágil de lo habitual y sorprendentemente sin dolor o achaque alguno, pasé mi mano derecha por su cintura y comenzamos a bailar, mis ojos se cerraron por aquel profundo amor que sentí en aquel instante, sabía que todo aquello en el fondo se trataba de una ilusión, un sueño, el mejor de los sueños posibles, del cual deseé profundamente no despertar jamás…y así fue.
Labrida