El stress

Que sepamos, a nadie nos gusta soportar grandes escollos y menos aún si éstos nos son ajenos, pero como profesionales que somos de los variopintos oficios existentes nos debemos a los demás, al menos con el mismo interés que ellos a nosotros, y es que nuestra vocación tiene un soporte bíblico real: «te ganarás el pan con el sudor de tu frente»… y miren que crea polémica la frasecita sabiendo – como sabemos – lo poco que transpiran algunas personas de ostentoso vivir y pendenciero quehacer.
Pertenece, y de un modo muy especial, a la idiosincrasia del país, nuestro consabido costumbrismo, tan ligado – a veces en exceso – a la tradición de saber eludir cuantas responsabilidades quieran y otras, por defecto, generadas arbitrariamente gracias a la filosofía vanguardista cuya «máxima» pretende concienciarnos de que la competitividad en el ámbito laboral es buena incluso para paliar, en su justa medida, el stress o ansiedad que hipotéticamente suframos.
Se ha escrito, y hablado mucho, sobre el impacto que produce esta enfermedad, sin embargo a no ser que los síntomas del afectado sean tan claros que por sí solos se evidencien nos sería dificilísimo reconocérsela; aún así somos muchos – por no decir que todos – los que a diario nos exponemos a un elevado porcentaje de esta maligna afección que tiene el poder de consumirnos tanto física como psicológicamente.
La psiquiatría, aún hoy, es un tema tabú para muchos de nosotros. Es una paradoja que se necesite, entonces, la ayuda de un psicólogo o la de un psiquiatra cuando rechazamos visceralmente, no ya al profesional, sino a la palabra que hasta el S. XVIII ha tenido más que ver con la locura que como se redefiniera después – enfermedad mental – y es que hay consonantes en nuestro abecedario que, unidas a las vocales, son capaces de reflejar en la mente un panorama tan dantesco como poco esperanzador.
Proviene este vocablo del griego «psykhe», alma y «iatreía» curación. Si escribiera un ensayo sobre este tema, lo terminaría diciendo que la curación del alma es una utopía ya que nadie nos ha demostrado su existencia, y si acaso se diera en las personas, su indeleble espíritu o esencia sería invisible al ojo humano, por lo que difícilmente se le podría curar.
Sin embargo, no es el alma la protagonista de este artículo y sí el hombre que se plantea y decide acudir a la consulta (aun no convencido de que puedan ayudarle). Llega sin la fe suficiente hasta el profesional que ha de atenderle y un inusual sentido de inseguridad le invade cuando le toman los datos y en apenas diez segundos parece encontrar la respuesta a su situación: el bombardeo televisivo impregnado de violencia y anuncios por doquier, cuando no ¡Vaya a saber V.d. qué!, la dialéctica vergonzosa que algunos políticos utilizan públicamente, las discusiones, siempre amargas, en el seno familiar e incluso la intriga que les supone la «seguridad» en su actual puesto de trabajo, y entre otras cosas – comunes a todos – su existir pasivo le crea un estado de ansiedad igual o superior al 70% de los trabajadores contratados y similar a un 35% de la juventud en paro y también a un 14% de las amas de casa.
Tras una hora larga de ininterrumpidas preguntas del psicólogo y de respuestas de parte del paciente, es recibido finalmente por el «ogro de la histoira»: el psiquiatra.
Apenas 20 minutos le han bastado para exponerle que debe dejar el hábito de fumar, de trabajar – si ello fuera factible – durante una pequeña temporada, de frecuentar las cafeterías, confirmándole la imperante necesidad de hacer algún tipo de deporte y acudir, de vez en cuando, a una terapia de grupo con la que ni él mismo sueña.
En definitiva, nuestro personaje sale de la consulta con una colección de recetas y la sensación de que gran parte de la sociedad, incluyéndose él mismo, está en peligro.
Juan Camacho es escritor y cofundador de Ibai Literario.

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