El Castillo de Cristal

Relato ganador del II Certamen provincial de narrativa corta “Rechazo a la violencia de Género” 2022 (Socuéllamos).

            La Princesa mira a través de su gran ventanal, con una sonrisa que desprende un cierto matiz de orgullo. Espera levantada su llegada, en mitad de la noche. Los cascos del brioso corcel resonarán en la oscuridad y acabarán con el silencio que trae el miedo y el remordimiento. Sí, Él vendrá y todo volverá a estar bien. Pues, entre sus brazos, apenas hay temor.

            El pueblo duerme, inconsciente de lo que ocurre fuera de las cuatro paredes que le sirven de resguardo. El viento silba con rabia, incapaz de encontrar resquicios en las puertas fuertemente selladas, clavando sus cuchillos en ventanas sin memoria. Pero la Princesa sí lo contempla y se lamenta de su derrota. Si, al menos por un instante, el viento fuera capaz de vencer y transmitir su ira, la noche parecería un poco menos segura. Suspira con un gesto de resignación y se levanta para caminar por su gran alcoba. Se siente hambrienta. Sus pasos la llevan de un lugar a otro, pero las baldosas son iguales y, cuando llega la medianoche, no tiene la sensación de haberse movido ni un centímetro. Y en su mente resuena una pregunta incómoda cuya respuesta se perdió hace muchos años en ecos de campanas de boda.

            “¿Por qué todo duele más cuando llega la noche?”.

            La Princesa vive en el Castillo de Cristal. Se trata de una fortificación espléndida, admirada y deseada por todo ser viviente que ponga sus ojos en ella. Las torres se alzan hacia el cielo, en una actitud retadora, como si los gritos de Babel aún resonaran en sus piedras. Las grandes ventanas dejan pasar la luz del sol cuando llega la mañana, pero por la noche solo pueden contentarse con la melancolía de la luna. Tiene amplios corredores donde los pasos resuenan y se engrandecen, al tiempo que recrudecen los sentimientos más ínfimos del animal. En su foso, el caudal crece cada día más y más. Es imposible sostenerlo, a pesar de que la Princesa lo intenta con todas sus fuerzas. Tarde o temprano, amenazará con desbordarse. Y será capaz de arrastrar tras de sí la incomunicación e ignorancia de un reino que se aleja de allí a lomos de un sueño profundo con alas de marfil.

            En el Castillo de Cristal no hay visitas durante los fines de semana. Se reservan sus estancias y la soledad se alza como verdadera señora de sus sombras. Es entonces cuando la Princesa reflexiona y aguarda, con la mirada inquieta de quien espera más cuando ya lo cree tener todo. Ese sentimiento carcomido roe sus entrañas y le provoca malestar. Ella no es egoísta, trata de alejarse de lujos innecesarios. Pero hay veces en los que la soberbia destroza la puerta de la entrada y la invita a tomar el té, insistiendo en que el Sombrerero y la Liebre no vendrán porque tienen que jugar al cróquet. Y allí, entre risas desganadas, la Princesa no puede evitar lanzar exclamaciones. “¡Que les corten la cabeza!”.

            Un juego de luces y sombras recorre su alcoba. Cansada de sus zapatos de cristal, se los quita y suspira de nuevo. Abre la ventana y lanza uno al vacío, para que se pierda entre la bruma que parece rodear su castillo. El otro lo guarda bajo la almohada, pues piensa que será un bonito recuerdo. Y allí, entre zarzas y fuego verde, descansará hasta que alguien sea capaz de superar sus propios peligros y liberarlo de un hechizo durmiente, jamás pronunciado por ninguna hada. No, al menos, por ninguna buena.

            Cuando se abre el portón, la Princesa se sobresalta. Sin darse cuenta, se ha quedado dormida, abrazada por una ligera brisa liberadora. Se desprende de ella con rapidez mientras el corazón amenaza con desbocársele por la boca. Adereza lo mejor que puede sus largos cabellos rubios y practica su sonrisa, sin poder evitar cierta inquietud en sus gestos. Inspira antes de abrir la puerta y abandonar el refugio de su habitación. Él ha vuelto, y ya no tiene nada que temer. Los escudos de las armaduras de piedra se quiebran a su paso, pero ella evita cualquier tipo de contacto con sus miradas frías. Entiende las preocupaciones, pero no las paranoias. La gente habla demasiado, y sin saber. “Es la envidia”, se convence frente al espejito que la vislumbra como la más bella del lugar. Y, en su fuero interno, crece el oasis de la comprensión. “Cualquiera se vería como un triste enanito si contemplara mi Castillo de Cristal”.

            Escucha sus pasos desiguales acercarse. En mitad del silencio, es reconfortante encontrar resquicios de vida. Son esos momentos en los que la soledad es derrotada definitivamente. “Todo es mejor que estar sola”. La Princesa se detiene y alisa su vestido. Es entonces cuando lo ve, por fin. Al final del pasillo. Tan apuesto como siempre, tan esbelto y seguro de sí mismo. Un Príncipe condenado a la juventud eterna, incapaz de dejar atrás una infancia en la que creyó ser feliz. El reencuentro se produce en la oscuridad, pero es lo suficientemente crudo como para no dejar indiferente a nadie.

            “Te queda un último deseo”. Ya gastó los dos anteriores en cosas simples, pero necesarias: un marido, un hogar. Su madre siempre la instruyó bien en sus objetivos. “Si tienes un techo y alguien con quien estar, lo tienes todo”. Un Castillo de Cristal erigido desde el hielo del pensamiento racional. Y recubierto de muñecos de madera que anhelan ser niños de verdad. Pero que no tienen conciencia.

            Se quita aquellos pensamientos de la cabeza demasiado tarde. Un latigazo de fuego se abre paso en medio de un olor nauseabundo. Durante un momento, la Princesa se queda congelada ante el horror. “¿De dónde viene ese olor? ¿Cómo es posible que haya atravesado mis murallas otra vez?”. Sus pensamientos vuelan hacia los orígenes de su reinado, donde no había distinción entre el sol y la luna. Todo se volvía de color morado para, con el paso de los días, adoptar el amarillo o el negro. Y a pesar del grito de los prisioneros, inocentes sin tiempo para abrir la boca y defenderse, el elixir que acompañaba aquella fuerza desconmensurada se abría paso por todas las habitaciones hasta encontrar a su presa. Por eso mismo, la Princesa había aprendido a salir al pasillo y a evitar refugios inútiles que se desmoronaban como la arena ante la llegada de las olas del mar. Pareció funcionar al tiempo que el color morado adoptaba un significado diferente, nuevo para muchas. Y, sin embargo, inservible para ella. “Te queda un último deseo”.

            De repente, el silencio. La incomprensión. El labio se despega, pero no se emite sonido alguno desde la boca. La sorpresa la ha descolocado, y en su fuero interno solo resuena una nueva pregunta. “¿Por qué?”. Tiene que tranquilizarse. Si no es capaz de pensar en cosas bonitas, el polvo de hadas no funcionará y se verá condenada a ver alejarse a sus amigos desde su ventana. Se verá obligada a crecer. “Buenas noches, Wendy”.

            Así pues, respira y tiende la mano conciliadora. El silencio se ha extendido tanto que tiene la sensación de que cualquiera puede escuchar sus propios gemidos. Pero las puertas de los súbditos del reino siguen cerradas. Ya no sopla el viento, todo se ha detenido. El reloj de arena cambia su posición mientras las sombras desvelan un rostro inhumano. Una zarpa vuelve a alzarse en medio de un grito de incomprensión, y entonces ella lo recuerda todo. El hechizo que sufre el Príncipe y ante el cual todos se confunden. Si ellos supieran cómo es en realidad, si entendieran lo feliz que la hace cuando está calmado. Su biblioteca está a rebosar, a ella siempre le ha gustado leer. Y la rosa, oculta tras una cortina de vidrio, evita perder todos sus pétalos en un último y desesperado intento por retomar la normalidad. Lo que los demás dicen que debe ser la normalidad.

            Ya no es capaz de hablar. Definitivamente, su voz se ha perdido en un torbellino donde el agua salada y los peces se mezclan en un musical surrealista. Pero la situación se agrava todavía más cuando se da cuenta de que tampoco puede caminar, le cuesta demasiado ponerse en pie. “Ese no era el trato”. Nunca debió fiarse de aquella bruja ni del colgante de caracola.

            Impotente, lanza un último suspiro. Sus ojos se cruzan con los de la Bestia y es capaz de percibir humanidad tras ellos. ¿O es solo un espejismo? ¿Un momento de duda, de vacilación? No es capaz de interpretarlo, y eso la frustra. Y cuando la Bestia se ve reflejada en su mirada, se contagia de su frustración. Y todo se vuelve mucho más oscuro. La luz de la luna ya ni siquiera traspasa los umbrales del Castillo de Cristal, temerosa de lo que pueda encontrar en su interior.

            Y entonces, en un último delirio de grandeza, la Princesa vuelve a recordar que le queda un último deseo. Es un pensamiento insulso, ligero como la última hoja que cae en otoño, pero que tranquiliza su interior. La llena de paz. Y eso provoca que su rostro se relaje, que sonría incluso. La Bestia lo ve y vuelve a sentirse inferior. No entiende por qué la Princesa se ríe de él. Otra vez. Pero ella ya está lejos de allí.

            “¡Genio, deseo mi libertad!”.

            Al día siguiente, el sol vuelve a alzarse sobre el reino. Poco a poco, las actividades cotidianas llenan el lugar y la gente solo es capaz de alzar el rostro una vez al día, de forma rápida, para mirar directamente al Castillo de Cristal. Tan majestuoso, tan imponente. Permanece fijo, en silencio, observando a todo el mundo, causando admiración y temor a partes iguales. Pero nadie se atreve a perturbar su sueño. Nadie avanza hacia su boca abierta, ni atraviesa su garganta con ninguna Espada de la Verdad. Cada uno tiene sus propios problemas.

             Y, además, el reino sabe perfectamente cómo termina el cuento.

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