SI las diferentes clases sociales evidencian el poder adquisitivo de todos los sujetos que las componen, los integrantes de la clase media, siendo los más cercanos a ambas, desempeñan dos importantes papeles para alcanzar su objetivo final que no es otro sino el de inmiscuirse escurridizamente en la clase alta para gozar de sus privilegios.
De este modo quedarían protegidos ante el riesgo de un hipotético infortunio que, debido a una recesión económica, debilitaría su status, distanciándoles notablemente de sus propósitos. El primero de los papeles es imprescindible: ser servido. El segundo sin llegar a ser servil, saber a qué precio venderse.
Destacan los que, para conseguirlo, merodean por los círculos donde el poder es algo más que mera ficción y participan de él pagando por ello un simbólico precio que más tarde cobrarán por triplicado a quienes, siervos de su mezquindad y arrojo, laboran hasta el angustioso límite de ver hipotecada su dignidad.
Nada hay como la intolerancia y la amenaza para reprimir cualquier reivindicación social, política o laboral por muy recogida que ésta esté en la constitución española o en el ámbito jurídico que del Estatuto de los trabajadores interpreten los más directos representantes de los asalariados y del mundo empresarial.
El problema adquiere unas connotaciones más graves cuando lo que se cuestiona es un derecho y no una reivindicación, consensuando aquél democráticamente por cuantos partidos políticos asisten a esta sociedad que a bien tiene reconocer los años de lucha que tanto, hombres como mujeres, dedicaron a estos logros.
Aun así, la lucha por la subsistencia es lo que, una vez más, y en puertas del siglo XXI enfrenta al hombre contra su peor enemigo: El hombre; y es la represión por antonomasia, el fruto que recoge el desgraciado que aspira a serlo menos.
Las leyes están para cumplirlas, nuestros representantes, desde el gobierno, tienen las herramientas precisas para hacerlas cumplir. Nadie puede ni debe someterse a los criterios de quienes, usando la amenaza, consiguen sus propósitos.
Nadie que se precie debe arriesgar más que el sudor de su frente para alimentar, con el fruto de su trabajo, a su familia.
Quien goce de una sana conciencia ha de importarle un bledo las tendencias de quienes aglutinan los diferentes grupos sociales. Nadie se hace rico, efectivamente, trabajando.
Juan Camacho