Saber de la situación por la que transitan aquellas personas que me son afines, en el terreno cultural, es un hecho contrastado que manejo a diario y que digiero con cierta preocupación hasta comprobar que mis temores obedecen más a un excesivo celo o temor porque esa vorágine de sobresaltos a los que diariamente asistimos no incida en la versátil producción de sus quehaceres literarios.
Son personas comprometidas con su pensamiento, expuestas a la barbarie de la desesperanza que les brinda, en ocasiones, sus pretendidas creaciones literarias y, a pesar de ello, cohabitan con la naturalidad que les caracteriza con ese engendro que les es tan familiar y les precede como vehículo transmisor de entendimiento: la palabra.
La palabra forma parte de la esencia ancestral que heredáramos del pasado y en ella estan y desde ella, se dan a los demás con la asiduidad que les permite su clamorosa honestidad.
No me cabe duda de que es la palabra, el resultado a perpetuidad de un engendro tan artificioso como necesario y placentero. Un legado que mantenemos desde aquel primer gruñido tan humanamente sonoro y que disfrutamos aún hoy, con universal entusiasmo transmitiéndola de generación en generación por los siglos de los siglos.
La palabra nos habita desde el silencio primigenio que por naturaleza le es afín y nos llega, disfrazada de duendecillo, cuando es requerida por la magia de la creación para motivar nuestros más sensoriales sentidos y así dar forma a lo escrito junto al latido que llevamos desde el lecho maternal que nos hizo ser, quienes finalmente somos.
Conjugar creación y fantasía, otorga al escritor la independencia necesaria para atesorar aquellos conocimientos que le disuaden de la realidad y de la utopía.
Solo por ello merece la pena, preocuparse de los afines y comunes.